Hay un instante, apenas empieza a deslizarse el pincel, en que todo lo que rodea se desvanece. El reloj pierde su poder, las preocupaciones se acallan, el cuerpo se olvida del peso y la mente, por fin, deja de correr. Pintar, a veces, es eso: entrar en un estado donde el tiempo se estira, se suspende, se transforma.
En ese espacio íntimo donde solo existen los colores y el gesto, nos volvemos más presentes que nunca.
Es como si algo ancestral se activara, como si el alma encontrara en la pintura un modo de habitar el mundo con más profundidad. No importa si lo que sale es un rostro, una nube, un garabato, o una mancha sin forma: en ese momento, lo que cuenta no es el resultado, sino la vivencia.
Pintar es, muchas veces, una forma de meditar sin saberlo. De conectar con uno mismo sin necesidad de hablar. Cada trazo es una respiración, cada color una emoción que se materializa. Hay días en que lo que aparece en el lienzo no tiene explicación, y sin embargo se siente justo. Como si el cuerpo supiera antes que la mente.
Ese estado de concentración absoluta, de inmersión, es un refugio. Es una manera de estar con uno mismo sin juzgarse. En el taller, en la mesa, en un rincón improvisado con acuarelas o témperas, se crea un territorio sagrado. Un lugar al que solo se accede cuando nos permitimos soltar el control y dejarnos llevar por el hacer.
Lo curioso es que, al salir de ese estado, algo en nosotros ha cambiado. Pintar nos aligera, nos ordena por dentro, nos permite procesar aquello que no sabíamos que nos habitaba. A veces entendemos algo de nosotros al mirar lo que pintamos. Otras, simplemente sentimos alivio. Como si ese tiempo detenido nos devolviera una versión más clara y más suave de nosotros mismos.
No hace falta ser experto para vivir esa experiencia. Solo hace falta entregarse. Dejarse llevar por el ritmo propio de la pintura, que no es el del afuera. En un mundo que apura, que exige resultados, que premia la velocidad, pintar es un acto de resistencia. Es decir: “ahora voy a ir lento, voy a mirar, voy a sentir”.
Y en esa lentitud, en esa atención, encontramos sentido. Pintar no siempre es buscar una imagen. A veces es buscar un silencio. Un modo de habitar el presente. Y en ese presente, sin darnos cuenta, somos más libres.
Claudia Olefnik
Artista plástica
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