¿Hace falta estudiar para pintar? ¿Se necesita un título, una técnica impecable, una historia detrás que avale cada trazo? ¿O alcanza con sentirlo, con tener la necesidad de poner en imágenes lo que a veces no se puede decir de otro modo?
Durante siglos, el arte fue guardado bajo llave. Solo unos pocos sabían cómo hacerlo, cómo hablar ese lenguaje secreto. Se aprendía en talleres, se repetían modelos, se respetaban reglas. Y aunque esa formación dio obras maravillosas, también levantó murallas invisibles: la idea de que solo se puede pintar “bien” si uno ha sido enseñado a hacerlo.
Pero la pintura, como cualquier forma de expresión profunda, no necesita permiso para nacer. No necesita una carta de presentación. A veces, el que nunca pisó una escuela de arte logra decir en un lienzo lo que muchos años de estudio no pueden enseñar. Porque la técnica se aprende, sí. Se puede pulir, mejorar, entrenar. Pero lo esencial -el fuego, el impulso, la visión- nace de otra parte.
Cuando alguien se para frente a una hoja en blanco, con miedo, con dudas, con la torpeza de quien no sabe por dónde empezar, pero aun así pinta… eso ya es un acto de arte. Es un acto de coraje. Es tomar el caos interior y atreverse a ponerlo en color. Y eso, aunque esté lleno de manchas, aunque no siga ninguna proporción, aunque no se entienda, puede ser más verdadero que cualquier obra “correcta”.
Claro que estudiar puede abrir puertas. Conocer la historia del arte, las técnicas, los materiales, las formas de componer, nos da herramientas para expandir lo que queremos decir. Pero eso no significa que quien no lo haga esté fuera del juego. Porque el arte no es un club exclusivo. No es un salón de elegidos. Es un campo abierto donde cada gesto tiene derecho a existir.
¿Y somos artistas, entonces, si simplemente decidimos pintar? Tal vez no en el sentido más académico o institucional. Pero sí en un sentido vital. Porque ser artista no siempre es vivir del arte, ni exponer en museos, ni tener un nombre reconocido. A veces, ser artista es escuchar esa voz interna que pide ser transformada en forma, en color, en textura. Y eso puede hacerlo cualquiera. Basta con querer.
La pintura no exige credenciales. Exige honestidad. Ganas de mirar hacia adentro y compartirlo. De jugar. De equivocarse. De probar una y otra vez. A veces, los trazos más imperfectos son los que más conmueven. Porque no están hechos para gustar, sino para ser. Porque no vienen a demostrar nada, sino a expresar.
Pintar, entonces, no es solo para quienes saben. Es para quienes sienten. Para quienes buscan. Para quienes se animan. Y en ese acto, tan simple y tan profundo, ya hay arte. Aunque nadie lo vea. Aunque no tenga marco. Aunque no se entienda. Porque el arte, cuando es verdadero, no necesita explicaciones.
Claudia Olefnik
Artista plástica
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