Señora Directora: El miércoles 26 de la semana pasada vi de a pedazos por Internet el debate en la Cámara de Diputados de la Nación en el cual se buscaba expulsar al diputado kichnerista Julio de Vido. Me llamó sobremanera la atención la irresponsabilidad, la hipocresía y el desprecio por la verdad de todos (o casi todos) los diputados que intervinieron con sus exposiciones; así como el despliegue de denuncias y acusaciones –en algún caso, hasta amenazas– sobre hechos de corrupción que enlodan a muchos de ellos y a quienes nos gobiernan y gobernaron.Resulta increíble como se blandían esas imputaciones sin que a nadie se le moviera un pelo o se ruborizara al desconocer la propia hipocresía. Unos y otros parecía –y así trataban de demostrarlo– tenían la verdad y la justicia de su lado: los corruptos eran los otros. Con la salvedad, quizás, de la bancada de izquierda que aún tiene pocos diplomas que demostrar en el manejo de la cosa pública, salvo su presencia en muchas de las protestas que se suceden a lo largo del país.El maniqueísmo fue tan extremo, antes, durante y después de la sesión, que resulta asqueante y no hace sino confirmar la idea general de lo sucio de la política y, en especial, de quienes tienen en sus manos los destinos del país. Nadie fue capaz de observar, por ejemplo, que el sayo de la corrupción les cabe a todos, sea por acción u omisión, por complicidad o por silencio; y se agrava más cuando un funcionario que está obligado a denunciar cualquier delito en la función que detecte no lo hace o genera un circo multicolor que coloca a todos al mismo nivel de sospechas, culpables e inocentes (si los hay).Personalmente, tengo la convicción –no la certeza– de que De Vido nunca debió pertenecer al Congreso argentino y debiera ser excluido, al igual que muchos otros “pundonorosos” que también ocupan sus bancas en la casa de las leyes. Pero con las reglas de juego existentes y que se preservan –aunque se use distinta vara para definir a los propios y los ajenos–, todo no pasa de ser una puesta en escena mediática que apunta a otros intereses diferentes a la necesidad de hacer justicia; como el electoral, por mencionar alguno.Lamentablemente también es cierto que vivimos tiempos difíciles por el cimbronazo económico y social que ha significado el cambio de signo ideológico en el gobierno. Y hay circunstancias de oportunidad que han definido posiciones dentro de esta expulsión que se quiso forzar y no se logró. En Mendoza, por ejemplo, el gobierno de Alfredo Cornejo procesó a tres legisladores de la izquierda (un senador y dos diputados provinciales) por haber participado de protestas sociales y sobre ellos pesa la posibilidad de exclusión de la Legislatura provincial. Eso define el voto de aquellos que ven amenazado la permanencia de representantes propios, independiente de lo que piensen y crean de otro par acusado y sospechado de “inhabilidad moral”.Se justificó en la necesidad de darle una nueva cara de prestigio al Congreso para iniciar el proceso de expulsión, pero, opino, se logró el efecto contrario. Se jugó con oportunismo y se logró el efecto contrario: la labor legislativa perdió seriedad y las sospechas de corrupción se extendieron como una mancha de aceite por el recinto.De pronto, volvemos al nivel de desprestigio del Congreso de fines de los 90 y principios de la década pasada, cuando imperó la consigna del “¡qué vayan todos!”
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