Dos fallecidos y una docena de heridos -algunos de ellos muy graves- fue el saldo de la trágica avalancha que se registró el sábado apenas comenzado el recital de Carlos “Indio” Solari en la localidad bonaerense de Olavarría.Son muertes que conmueven, y más aún cuando la situación mantuvo con el corazón en un puño a todo el país, ya que desde todas las latitudes se movilizaron miles y miles de fanáticos para disfrutar de lo que se anunciaba como “posible despedida” de su ídolo. Pero son muertes que no deben sorprender. Tal vez lo sorprendente es la sorpresa que despertaron, cuando no es la primera ni la segunda ni la tercera vez que ocurren tristes episodios similares en estas “misas ricoteras” que se celebran cada tanto desde hace décadas y que cada vez se parecen más a las caóticas peregrinaciones musulmanas a La Meca. Sorprende la sorpresa cuando desde semanas antes del recital del “Indio” era vox populi que ya estaban vendidas casi todas las entradas pero se seguían ofreciendo transportes para llegar hasta Olavarría con las manos vacías y a la espera de un “milagro” para poder ingresar al predio. Y eso, sin contar la cantidad de vehículos particulares que partieron desde toda la Argentina “a la aventura”, que no suele ser otra cosa que esperar -cual surfista- la avalancha “buena”, la que desborda el cordón de seguridad y permite a miles de “afortunados” entrar al show sin pagar.Y una vez adentro, cuando hay que “gobernar” a cientos de miles de personas (da lo mismo 170 mil que se esperaban en Olavarría o el doble que terminaron llegando), cualquier protocolo de seguridad es lo más parecido al ejército de Leónidas en las Termópilas: la inferioridad numérica lleva irremisiblemente a la “derrota”.Máxime teniendo en cuenta los “estados alterados” -por la adrenalina y el consumo de sustancias- de los involucrados.Lo del sábado en Olavarría fue, en toda regla, una tragedia anunciada. Donde habrá responsabilidades compartidas, pero donde la culpa será de todos y, al mismo tiempo, de ninguno.
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