Vivimos en un mundo de constantes cambios, la vida misma sufre una metamorfosis constante en donde si permanecemos inmutables terminaremos desapareciendo -como una sombra bajo los rayos del sol-. Las circunstancias llevan a las personas a transformarse y en adoptar nuevas estrategias, así como la oruga dejará de arrastrarse y para encerrarse en su propia crisálida y transformarse en mariposa. Lo mismo pasa con los sentimientos entre dos personas, porque no siempre permanecerán de la misma manera en el trascurso del tiempo: algunos se consolidan, otros se disuelven y otros se transforman en amor.Esto me llevó a recordar a una joven pareja de amigos que estudiaban en el Profesorado de Letras de la Facultad de Humanidades. Ambos llegaron desde el interior de la provincia para estudiar y forjase su futuro, pero entre libros y apuntes que compartían se sumaron largas charlas, mates y trabajos prácticos en la pensión. Incluso, como no tenían mucho dinero para salir, siempre preferían caminar por la costanera, sentarse en el banco de una plaza y recordar por momentos a su pueblo y las travesuras en la chacra. Pero esa amistad entre ambos parecía que no deseaba afianzarse sino más bien transformarse en amor y volar hacia la libertad de un sentimiento sincero, por lo menos por parte de él, quien no deseaba que la confusión o el engaño formen parte de esa relación. Ella sin embargo mantenía la misma frescura y sonrisa que cada vez parecía más hermosa como necesaria, para un joven que comenzaba una lucha feroz con sus sentimientos.¿Pero por qué arruinar esta amistad? ¿Por qué ocultar lo que siento? Dos preguntas tan opuestas como difíciles de responder cuando en medio se encuentra el perverso sentimiento de una pérdida tan valiosa que era su compañía. Las charlas continuaron, pero él no era el de antes, había cambiado, parecía que había creado un personaje disfrazado con el rótulo de amigo, mientras tanto ocultaba sus deseos de decirle “te quiero” para que no continuaran dormidos y en silencio.Los ojos son las ventanas del alma, solo hay que saber mirar y ella se estaba dando cuenta que su fiel compañero de estudios había cambiado, quizás por no tener sus sentimientos claros, como ella creía tener, ahora esos fantasmas de la duda rondaban por esa hermosa amistad. Una noche salieron a caminar por la costanera y en su recorrida no dejaron los detalles que veían sin comentar, fue así que, frente a un banco detuvieron su andar: se sentaron y el joven no podía dejar de mirarla, ella interrumpía esos momentos mirando el río o esa inmensa luna que posaba como una postal cerca del puente. Ella sabía que esa conversación era diferente, que ese momento develaría algo y transformaría a los dos, sintió un cosquilleo en el estómago y comenzó a notar con fuerza los latidos de su corazón parecían como un tren que se acercaba.Él también sintió como si algo se aproximaba, entonces pararon sus charlas, hicieron el mate a un lado y quedaron sus miradas como protagonistas de ese encuentro. Sin saberlo, ellos entraron en el umbral del silencio: una antesala reservada entre dos personas para que puedan expresar sus más puros sentimientos, pero ese portal sólo dura unos momentos y después no habrá otra oportunidad es igual a “Hable o calle para siempre”. Él dio el primer paso y expresó “Qué difícil es esto, no se me ocurre nada”-¿Nada de qué? Respondió con cierta sonrisa ingenua, como si lo hubiera descubierto todo.El joven la miró y dijo – “No, nada, cosas mías no más”.Fue entonces que ella se levantó, se limpió el pantalón, recogió el equipo de mate y le pidió que le acompañe a su departamento.El estudiante la escoltó, como todas las tardes y después se despidieron con dos besos y una mirada cómplice de no hablar de lo que pasó momentos antes en la costanera.Él siguió su camino pensando que triunfó la amistad sobre el amor o quizás ambos ganaron.Lo único cierto en aquella relación fue que aquel umbral nunca más se abrió. PorRaúl Saucedo [email protected]
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