La mente siempre guardará secretos, historias y misterios difíciles de develar, muchos de ellos se manifestarán de la manera más compleja y maravillosa que alegrará por un momento el presente de la persona que lo vive y de todos a su alrededor. Es así como surgió la historia de un hombre que nació por los años 30 en un suburbio de Buenos Aires, que con los años éste fue absorbiendo la esencia de la noche porteña, de sus adoquines, de esos cafés donde en una mesa conjugaba cada noche su destino en una buena mano de truco o mentir a los ojos cuando la vida no te da ni siquiera un envido.Así, este hombre adoraba esas noches tanto como esos labios risueños que besaba bajo esa tenue luz de la esquina, mientras que puertas adentro de aquel bar se sentía el sollozar de un bandoneón, que pedía el pago de alguna culpa en alguna copita de ginebra cuyo fondo siempre se marcaba en la mesa al igual que esos recuerdos en el corazón. Toda esa magia que la noche porteña le ofrecía despertó en él una profunda pasión, al igual que las letras de los tangos que escuchaba junto a “un cortado” y ese atrapante humo de cigarrillo que lo envolvía en la esquina del viejo cafetín. Pero la vida nunca se olvida de cobrar, cuando algo siempre es bueno, antes que nos levantemos de la mesa tendremos que pagar. Cuando cumplió 50 años le diagnosticaron una desalmada enfermedad, quizás por todas esas noches milongueras o aquella callada garúa que lo acompañaba por ese caminito hacia la pieza del húmedo conventillo para poder descansar. Pero lo más cruel estaba por llegar, fue cuando le aconsejaron dejar la gran ciudad y partir hacia un lugar más tranquilo y de aire más puro. Aquellas palabras se sintieron como un frío puñal que a traición atraviesa la carne.El desahuciado varón, con su liviana maleta tomó el tren y se fue a vivir a Misiones, un lugar tan distinto al que había dejado pero necesario para prolongar su agonía sin la compañía de sus noches porteñas.En su estadía por el interior de la provincia, el destino lo alcanzó para darle el vuelto, fue allí que conoció a una linda gringa de quien se enamoró perdidamente y aprendió los difíciles quehaceres de la chacra.Rodeado de plantaciones y animales de corral, la vida -como ofrecióndole una disculpa por todo el dolor que tuvo al dejar su ciudad- le regaló tres hermosos hijos y dos nietos quienes se sentaban a escuchar en cada visita las historias del abuelo por la gran ciudad, todas aquellas luces y canciones que le hacían regresar. Los años pasaron y aquel hombre dejó de soñar o tal vez comenzó a vivir un largo sueño donde a su familia no volvió a recordar. Ellos igual, estaban cerca de él, lo ayudaban a comer a vestirse y a sentarse en su viejo sillón para ver el atardecer detrás de aquellos pinos. Es así que pasaba los días, ya no podía hacer más nada si no fuera con la ayuda de su mujer quien le hablaba sin esperar ninguna respuesta o simplemente una perdida mirada, sus hijos y nietos dejaron de oír sus historias pero igual todas las mañanas lo saludaban.Al cumplir 85 años su mujer y sus hijos le prepararon una mesa donde había un gran lechón, mandioca, sopa paraguaya, pan casero y una gran botella de patero que se cambió al vecino por unas gallinas.Mientras todos reían y pasaban un buen momento al rededor de la mesa familiar, él solamente se mantenía en silencio mirando la oscuridad que estaba afuera de aquella ventana.Luego el nieto más chico entró a la pieza de la abuela y desconectó la radio y sacó unos Cds de tangos que su abuelo había comprado hacía mucho en un viaje a Posadas.Sin pedir permiso el niño enchufó la radio, puso el disco y se empezó a escuchar inconfundible la orquesta de Héctor Varela junto a la gran voz de Argentino Ledesma. Aquel hombre que se mantuvo en silencio durante mucho tiempo comenzó a mover sus labios, manos y a tararear las letras de “Silueta porteña” como si esa fuera la música que marcara su regreso, por lo menos en esa noche.PorRaúl Saucedo [email protected]
Discussion about this post