Era pequeñita, avezada y valiente. Había vivido muchos años y enseñado a muchos niños como me enseñó a mí.Ya grande, madura, aún pude aprender de ella. En mi última visita, con la misma naturalidad con que un árbol viejo deja caer su fruto maduro, me dijo: “Aurora, algunas veces pienso que la cosa más grande de la vida es la capacidad de crecer”.A medida que avanzo en años, más acorde estoy con ella. Si en los complicados procesos de la naturaleza hay una dirección clara, una ley que parezca un mandamiento de los Altos, es la de “crecer”. A menudo oigo a la gente atribuir los sucesos a “la voluntad de Dios”. Yo no pretendo participar de tal conocimiento, salvo que parece evidente que la Divinidad que dotó a sus criaturas de vida quiso que crecieran: semilla y huevo, capullo y árbol, bestia y ser humano.Sin embargo: ¡cuántos hombres y mujeres no llegan nunca a su plenitud! Envejecen, sí; pero hace mucho tiempo cesó su desarrollo interior. Durante años no han producido ideas nuevas, ni han florecido nuevas simpatías o intereses. Son leños secos, espiritualmente hablando.Porque el perfeccionamiento, el desarrollo interior en un ser humano es cuestión de esfuerzo. Impulsado por nuestra propia voluntad, debemos atravesar la dura corteza de las ideas rutinarias para alcanzar la luz de la más alta sabiduría.Una luz solar en la cual incluso los ancianos pueden florecer hasta el fin de sus días. El poder está en nosotros. Es un poder milagroso, que hace que la tierra se cubra de verde y los niños sean promesas brillantes, y que da a la humanidad torturada su más grande esperanza. ¡Que este poder penetre hasta las raíces más íntimas de nuestro propio ser y lo estremezca!ColaboraAurora Bitó[email protected]
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