Encerrar en 17 sílabas una sensación, una duda, una opinión, un sentimiento, un paisaje y hasta una breve anécdota. Empezó siendo un entretenimiento, un juego, cuando uno va captando las nuevas positividades de la vieja estructura. Así, la dificultad formal pasa a ser un aliciente y la brevedad forma la síntesis del haiku; confieso que ya considero como envase propio a esta forma poética renovada y llevada a su plenitud estilística por Matsuo Bashó en el siglo XVII, aunque mi contenido -me apresura a advertir, por las dudas de ser confundida con una poeta de sandalia y kimono- sea inocultablemente latinoamericano.
En el haiku veo crecer la vida sobre un trasfondo animista que me hace descubrir jirones de mi propia existencia, en cada objeto natural.
En la comunión continua con la naturaleza, llego a ver en los objetos, símbolos o reclamos de sus estados anímicos.
Así como el lapacho en flor que cae antes de marchitarse, simboliza honor, la rosa, un mundo de ilusiones; los árboles añejos a los ancianos, el valor simbólico de la naturaleza se nos escapa con frecuencia a los occidentales y a veces es la causa de que parezcan insípidos los haikus.
Ellos están cargados de significado, la riqueza se mide por el número de interpretaciones diferentes de los lectores.
El escritor nunca termina el haiku; el que lo termina es el lector, el autor apunta a dejar algo incompleto que lo hace interesante y nos da la impresión de que hay lugar para que crezca.
El haiku se orienta hacia una dirección de posible crecimiento, las escenas que aparecen aparentemente pueden revelar la mayor imperfección de la naturaleza; y por otro lado, la brevedad de sus 17 sílabas, abierta además por pausa; insinúa siempre más de lo que dice a la mente del lector.
No la toques más que así es la rosa.
Colabora
Aurora Bitón
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