A veces pasan los años y las personas se sientan y levantan la vista sin hacer nada, miradas y rostros inmutables que ven pasar sus sueños y oportunidades. Junto a ellos, sin darse cuenta, se escaparán jirones de su propias existencia. Individuos que no se animan a cambiar quizás por miedo, por comodidad, por haber encontrado una zona de confort de la que no quieren salir para afrontar algún desafío o no sentir la adrenalina de poder perderlo todo con el fin de alcanzar un sueño.
Todas esas situaciones no son iguales, algunas responden a experiencias difíciles de asimilar que obligaron a esas almas a mantenerse quietas y ocultas para no desafiar a un destino que siempre las llenó de incertidumbre dejándolas sin cumplir aquel deseo que las sigue desvelando por las noches.
A raíz de esto, mis pensamientos me llevaron a un pequeño rincón del Sur patagónico haciéndome recordar a un hombre que miraba pasar sus días alrededor de un mágico entorno rodeado de montañas, lagunas, cielos azules y nieves blancas que resplandecían con el sol del mediodía.
Aquella persona había llegado desde muy lejos y nunca compartió su historia con los lugareños, quienes a su vez sentían que se trataba de un hombre sensible, reservado y que cargaba con algún sufrimiento. Se levantaba temprano y arreglaba un alambrado, cortaba maderas de Lenga y charlaba con un intimidante perro Siberiano que lo acompañaba y se dejaba acariciar solamente por él.
Ambos pasaban sus días trabajando en un complejo de cabañas ubicado en las montañas, a pocos kilómetros de aquel pueblo donde bajaban de vez en cuando para buscar provistas y hablar con los parroquianos, quienes todas las tardes se reunían en un bar estilo “Irlandés”, frecuentado también por turistas.
En una noche como cualquier otra, el hombre se encontraba bebiendo una agradable “Stoud” cuando vio entrar a cuatro jóvenes que charlaban alegremente en italiano y se sentaron a la mesa de al lado. Su mirada enseguida fue correspondida por los ojos más bellos que haya contemplado. Mientras ella hablaba con sus amigas tampoco podía dejar de mirarlo.
Ambos no pudieron disimular y el corazón de este hombre se desbordaba de ganas de saludarla. Fue así que tomó su vaso de cerveza y preguntó a la dueña de esos hermosos ojos de qué lugar de Italia venían, las mujeres de aquella mesa dijeron casi al unísono “Florencia”. Aunque parecía paradójico aquel lugar de procedencia, se considera “La cuna del Renacimiento”, al parecer el destino dio inicio al nacimiento de algo bello entre ambos.
Ellos eran muy diferentes, pero algunas veces el amor se encarga de que aquello no interfiera en la relación. Rápidamente ella aceptó irse a sentar a su mesa, mientras que su grupo hizo el gran acto de amistad y la dejaron a solas con aquel hombre.
Hablaron toda la noche como dos viejos conocidos que después de muchos años se volvieron a encontrar. Ella era risueña y habladora, mientras él sólo la observaba y sonreía. Luego aquel bar cerró y ambos se fueron caminando bajo una tenue nevada hacia el hotel, al llegar al recibidor él tomó sus manos y siguiendo el sendero de sus ojos llegó hasta su boca para despedirse en un apasionado beso.
Ella lo abrazó y parecía no querer dejarlo ir, mientras él le retribuía acariciando su cabello cerrando sus ojos mientras sentía su agradable perfume que parecía un extenso campo de flores, que nacía entre la nieve.
Quedaron en encontrarse por la noche en el bar, entonces el hombre se retiró y caminó hasta la ruta donde un camionero lo levantó y lo llevó hasta la salida del pueblo. Allí se trasladó un par de kilómetros hasta que cortó camino por un solitario bosque.
Al llegar a la alambrada, a lo lejos escuchó los ladridos de su perro que se acercaba corriendo mientras desaparecía y resurgía entre la nieve. Entró a su cabaña, prendió la salamandra y se tiró sobre la cama, pero no podía dormir porque sentía los brazos de aquella mujer que quemaban su espalda y el perfume impregnado en su ropa parecía que lo asfixiaba.
Se sentó a un costado de la cama y vio salir desde la penumbra esos bellos ojos como un destello en la oscuridad y volvió a besarla apasionadamente. Pasaron muchos años y el hombre bajaba con menos frecuencia al pueblo. Continuó arreglando la alambrada, cortando leña con su hacha y hablando con su viejo perro.
En el pueblo nadie sabe sobre su pasado ni qué lo lleva a permanecer solitario junto a sus paisajes, pero lo que siempre recordarán aquella breve historia de amor entre aquel solitario hombre y una hermosa mujer que cruzó los mares para encontrarlo.
Por
Raúl Saucedo (Periodista)
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