Así somos: a los ocho minutos del segundo tiempo el arquero argentino, Wilfredo Caballero, recibe la pelota de un compañero y, en lugar de pararla o pasarla hacia un costado, intenta levantarla sobre la cabeza de un atacante croata y se la entrega. El croata, un tal Rebic, agradecido, lo fusila. Un partido tenso, difícil, en el que cualquier error podía ser fatal, se deshizo por esa obviedad: un argentino creyendo que puede lo que está claro que no puede.
A principios de este siglo un pensador resumió como nadie nuestra filosofía. Vive aún y se llama Eduardo Duhalde. Entonces, por sus méritos tan inmensos como desconocidos, presidía la nación del Sur. Fue desde aquel sillón que lanzó su máxima inmortal, su síntesis perfecta: “La Argentina está condenada al éxito”, dijo, y sonrió tan satisfecho.
Y lo creímos, se diría, lo creemos. Parece que todos lo creemos pero, campo tras campo, cada sector se empeña en desmentirlo. Nos quedaba -entre pocos- el fútbol: en fútbol sí que somos buenos, los mejores, somos el país de Maradona y Messi, de Di Stéfano y Sívori, uno de los mayores exportadores de futbolistas, los hinchas más tremendos. Con esa idea fue a Rusia la selección argentina: aunque la realidad se empeñaba en desmentirla, aunque se clasificó por los pelos en el último partido, aunque jugaba mal a nada, igual se suponía que, cuando llegara el momento verdadero, el éxito, nuestra condena, llegaría.
Tanto que le entregaron la selección a un señor improbable. Jorge Sampaoli no formó el mismo equipo dos veces en los trece partidos que lleva dirigidos. Un señor que ante Islandia paró cuatro defensores y ahora, para el partido más difícil, puso tres zagueros y dos laterales: es difícil jugar con esa formación, requiere semanas o meses de trabajo y él lo improvisó, igual que todo. Por eso, supongo, los defensores argentinos se asustaban, daban todas las ventajas, erraban como perros. Y Messi no era Messi y Agüero estaba missing y el único argumento argento era correr para adelante y ver si los otros, un Dios mediante, la pifiaban.
Messi merece un párrafo aparte, este párrafo: no hizo nada, y es duro, porque suele ser el que hace todo, de quien se espera todo. Durante el primer tiempo se quedó estacionado cerca del arco croata y casi no tocó la pelota. Los argentinos nos hemos quejado tantas veces de que en la selección tenía que bajar demasiado a buscarla y que eso lo neutralizaba. Quizás intentó solucionarlo; quizás era que estaba abatido, abatatado. En el segundo tiempo fue peor; lo cierto es que no pudo hacer nada y él era, por supuesto, la esperanza. También muy argentino: esperarlo todo del hombre fuerte, del caudillo.
No había plan, no había juego, no había nada. Pero el partido, a esta altura, importa poco. Era, queda dicho, tensión a tope sin parar, presión y golpes, miedo a perder, miedo a ganar, más miedo a tener miedo. El partido fue un disparate, pelotazos, arremetidas, impotencia en acto. Y un técnico, una vez más, que no sabía lo que hacía, y terminó de confirmarlo dando entrada, en el minuto 68, al pobre Dybala, que no había participado ni un minuto en los entrenamientos de los titulares.
El partido, ya queda dicho, importa poco: fue un papelón, una catástrofe menor, no mucho más que fútbol. Lo que importa es que ya no quedan más metáforas posibles para que los argentinos entiendan que así no podemos. Que no se puede improvisar todo el tiempo, repetir los errores todo el tiempo, simular todo el tiempo y creer que algo bueno puede salir de eso. Si la economía hundida no nos convence, si el Estado destruido no nos convence, si la desigualdad creciente no nos convence, si la violencia mayor no nos convence, ¿será que el fútbol puede convencernos? No es probable. De últimas, dirán ahora, es solo un juego. Y, además, con un poco de suerte, todavía podemos zafar. Al fin y al cabo, ya se sabe que el éxito es nuestra condena.
Injusticia poética
Suelo pensar que el comunismo no era malo por sí mismo: que lo arruinó el hecho bastante fortuito de haber triunfado en Rusia -y no en algún país menos brutal-. Pero también es cierto que triunfó en Rusia: que fue en Rusia donde millones de obreros y soldados y campesinos echaron a un déspota y creyeron que hacían un mundo nuevo, que fue en Rusia donde más millones todavía murieron para que aquellos asesinos alemanes no pudieran quedarse con el mundo, y después los trucos de la historia consiguieron convencernos de que los malos son los rusos.
Rusia es el país más ambiguo. Ahora es un hervidero de mafias y magnates, y su jefe creyó que, para lavar esa cara tiznada, les convenía hacer un Mundial de fútbol, así que lo compraron. El Mundial todo lo puede; como la Real Academia Española, limpia, fija y da esplendor. Ahora mismo, sin ir más lejos, hay miles y miles de personas que lamentan no estar en Moscú; no sucedía desde diciembre de 1917. Y el 14 de junio cientos de millones vieron un Rusia-Arabia Saudita, penúltimo en la escala de partidos, justo por encima de un Moldavia-Fiji, por ejemplo, pero no por mucho.
Ese día comenzó ese mes en que todo es lo mismo, pero nada es igual: la pausa que refresca, la rutina que nos hace creer que nos cargamos todas las rutinas. Y un cambio fuerte: durante un mes se está más que pendiente de un conjunto de hechos que no importan en sí, sino por sus consecuencias. Un Mundial es pura teleología, con perdón: esos procesos donde lo que cuenta no es el proceso sino su resultado. El mundo se pasa un mes considerando todo en función de lo que podrá pasar o no pasar un día, el 15 de julio, en que dos de esos 32 -¿equipos?, ¿países?- estarán donde todos pretendían.
Por eso, este mes repleto de intrigas y tensiones se resume casi fácil: ¿conseguirá Brasil su sexto título y se vengará del 1-7, en ese orden? ¿Demostrará Alemania una vez más que el fútbol es un deporte donde juegan once contra once y ganan ellos? ¿Logrará Francia, lujo del mestizaje, imponer sus individuos que no parecen grupo? ¿Podrá España prosperar en la anarquía? ¿Alcanzará por fin nuestro héroe lo que todos esperamos? Dados los últimos hechos pareciera que no.
Una de las paradojas futboleras más curiosas es que, de los 211 países que juegan en la FIFA, sólo ocho han ganado Mundiales, y no parece que vaya a haber pronto muchos más. El deporte más popular es el más aristocrático: un club privado con pocos socios verdaderos y multitud de socios aparentes, que los miran comer con la nariz pegada al vidrio.
La otra paradoja, en esa línea, es la facilidad con que se puede decir que alguien es el mejor de todos. Nadie podría asegurar que fulano o mengana es la mejor escritora o el mejor actor del mundo; nadie, que zutana o perengano es el mejor cirujano o la mejor ingeniera; todos, en cambio, sabemos que Messi es el mejor futbolista y solo se discute si es el mejor del mundo o de la historia, de vuelta espacio y tiempo.
Messi es un fenómeno que excede a Messi. Terminé de entenderlo hace poco, una mañana en Mali: veía más y más chicos con la camiseta del 10 del Barcelona e intenté hacer cuentas. “Supongamos: en África hay unos 300 millones de chicos de menos de diez años. Y yo diría -in arriesgar ni un poco- que uno de cada veinte lleva una camiseta del Barcelona que dice, a sus espaldas, 10 y Messi. O sea que hay, en cada momento, en todo momento, sólo en África, unos 15 millones de messitos.
Va de nuevo: hay, en cada momento, en todo momento, sólo en África, más messitos que habitantes tienen Madrid, Barcelona y Valencia juntas”.
Y entonces me preguntaba si él sabría -si sabe en serio, de esa forma en que uno sabe las cosas que realmente sabe- que en cada rincón del mundo hay un chico con una camiseta con su nombre, un chico que quiere ser como él. Y cómo será, en tal caso, vivir con esa gloria y esa carga.
Y además están los que lo apoyan más allá de himnos y banderas. “Que gane Messi aunque juegue con Irán”, me dice un amigo bastante catalán y muy culé. Los messistas son así: vienen de los países más diversos y tratan de abstraer el hecho de que Messi juegue con Argentina -o lo toman como un mal menor-. Porque lo que ellos quieren es que se repare esta injusticia poética y que el mejor de la historia se convierta en un monumento indiscutible. Para eso le falta, sabemos, ganar un Mundial.
Así que ese va a ser, para tantos, el gran tema. ¿Triunfará la justicia? ¿Logrará por fin el mejor jugador -del mundo o de la historia- la única victoria que le falta? ¿O se instalará en su monumento como un personaje dramático, aquel que consiguió todo salvo lo que realmente quería? Quizá para su historia sea mejor: si gana, nadie tendrá más nada que discutir; si no lo gana, lo seguiremos debatiendo, hablando de él por los tiempos de los tiempos. Dudo que sea un argumento que consiga convencerlo.
Leo Messi, en estos días, se juega su leyenda.
Por Martín Caparrós. Periodista y novelista. Artículo
publicado en nytimes.com